sábado, 4 de febrero de 2012

Locura henchida de Tristeza.





Diez y treinta y dos, las pesadas gotas formadas en el exterior de mi vaso, debido a la condensación, resbalaban incansables hasta llegar a la base de mi cubata. A pesar de ser martes, mi cuerpo no se privaba del pérfido brebaje, quizás por la fatalidad de mi situación. Debería de estar triste, pero mis sentimientos eran más de traición que de tristeza.

Todo me afectaba. No podía siquiera enjugar mis lágrimas con la manga semielástica de mi vieja chaqueta Belstaff sin que maldijera todo este necio mundo, mis recuerdos, mi vida y hasta mi existencia. Cualquier recuerdo, por banal que fuese me ardía y descomponía. Es por eso  que vendía mis penas al precio de copa. Cada inexistente gota de este maldito matarratas iba trasmutando  mis recuerdos en borrosos  fotogramas desteñidos.

El antro en el cual me hallaba no era mejor que una cuadra descuidada e infecta de cucarachas. Es más, si prestabas atención al suelo, podías ver como los restos de la incomible remesa del bar caminaban hacia un minúsculo cuartel central de dios sabe que fauna. Las bombillas carentes de portalámparas guiñaban con un mustio parpadeo a los hastíos clientes, a tiempos desiguales. Las paredes desteñidas, de un azul claro casi blanquecino, supuraban casquetes de supuesta cal, seguramente de pintadas anteriores. El no encontrar ni tan solo una ventana, hacía menos apetecible la estancia. La barra estaba rayada por antiguos clientes, los cuales habían querido dejar constancia de su paso por aquel Jardín del Edén, y quemada por infinidad de cigarros a medio apagar.

Cuando ya decidí que había tomado la última, tragué saliva, tomé aire e intentando parecer lo menos borracho y lo más rudo al mismo tiempo, para dar una imagen notoria ante tan aparentemente pernicioso público, pedí, al armario que había por camarero, la curda cuenta.


Comienzo de la novela "Locura henchida de Tristeza", 
de Ismael Heras Jiménez (Autor del blog).

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